Schatz tenía 23 años cuando empezó a investigar la cura para la tuberculosis. Waksman era su mentor, pero cruzó todos los límites éticos cuando su discípulo halló la estreptomicina

El drama era total. La infección era tan mortal que la llamaban “Plaga Blanca”. Ni la peste bubónica producía tanto temor como esta enfermedad que llevaba milenios causando muertes, pero que sólo contemplando el siglo XVIII y XIX había provocado alrededor de mil millones de decesos. En los años cuarenta del siglo XX, la tuberculosis era el gran mal sanitario en el mundo entero.

En ese momento, cuando la tuberculosis era una de las causas más frecuentes de muerte en todo el mundo -especialmente en las regiones más pobres-, el tratamiento más frecuente era la internación y el reposo en hospitales.

Se trataba de un abordaje bastante ineficaz. Tampoco ayudaban demasiado los tratamientos con penicilina o sulfonamidas, antibióticos que servían para curar otros males pero que a la tuberculosis no lograban hacerle mella.

El año 1948 sería el de la verdadera revolución contra esa infección respiratoria que se había mostrado resistente a cualquier tratamiento conocido. Una revolución médica atravesada por una traición sin precedentes, que se extendió durante décadas, que potenció una carrera y destruyó otra, que incluyó la entrega injusta de un Premio Nobel y que sólo empezó a desandarse con el paso de los años y de varias investigaciones.

Un joven conmovido y motivado

Albert Schatz tenía 23 años cuando empezó a desesperarse por encontrarle una solución eficaz a la tuberculosis. Era estudiante de posgrado en la Universidad de Rutgers, en Nueva Jersey, Estados Unidos, y era discípulo de Selman Abraham Waksman, un experto en Microbiología cada vez más reconocido.

La tuberculosis era la gran amenaza sanitaria de los siglos XVIII y XIX
Gustave Léonard (Wikimedia)

En los años finales de la Segunda Guerra Mundial, el jovencísimo Schatz había atendido a soldados que atravesaban graves infecciones bacteriológicas. Su trabajo en hospitales militares de Florida, en el sudeste de su país, había despertado definitivamente su interés por la atención de pacientes que atravesaban cuadros infecciosos.

Para Schatz, encontrar una cura para la tuberculosis se volvió primero una tarea a contraturno a la que dedicaba su tiempo libre y, enseguida, la obsesión a la que empezó a dedicarle sus días y sus noches. No importaban sus condiciones de vida, importaba combatir esa enfermedad que arrasaba. Sabía que había algún antibiótico por desarrollar, pero también sabía que no podía hacerlo solo.

Selman Abraham Waksman era jefe del Departamento de Microbiología en la Universidad de Rutgers, donde toda la comunidad médica lo consideraba una eminencia. Había emigrado de la Rusia zarista y se había formado en esa universidad, en la que había obtenido un doctorado en Bioquímica.

En los años 30, la reputación de Waksman se volvió global en el ámbito de la Microbiología. Alexander Fleming había descubierto la penicilina y el científico de Rutgers estaba dispuesto a avanzar en la búsqueda de nuevos antibióticos luego de que se abriera ese camino lleno de potencia. En 1940, Waksman presentó uno de sus grandes descubrimientos: la actinomicina, una droga que se usaría en los tratamientos de quimioterapia durante años. A partir de ese año y hasta 1952, el laboratorio que encabezaba el científico desarrolló más de diez antibióticos.

En 1928, Alexander Fleming descubrió la penicilina: esa fue la base de la investigación en el laboratorio de Waksman

Pero hubo uno de ellos que le valdría más reconocimiento que todos los demás, y en cuya elaboración prácticamente no se involucró, aunque después se llevara todo el crédito. Schatz trabajó solo, en condiciones de vida durísimas, para lograr el desarrollo de la estreptomicina, el antibiótico que finalmente serviría para combatir la tuberculosis.

El hombre que está solo y experimenta

Waksman tenía un motivo central para no involucrarse directamente con el desarrollo de esa cura. Exponerse a la cepa de tuberculosis con la que se trabajaba le resultaba un riesgo demasiado alto, por lo que no dudó en impulsar a Schatz para que fuera él quien hiciera el verdadero trabajo en el laboratorio.

Aunque la línea de investigación seguida se inspiraba en trabajos que Waksman ya había encabezado, Schatz fue quien ensayaba distintas alternativas bioquímicas para dar con la droga. Trabajaba en un sótano del Departamento de Microbiología de Rutgers. Un sótano que no contaba con las condiciones de seguridad que desarrollaron luego los laboratorios dedicados a investigar tratamientos para la tuberculosis, y que, más allá de eso, no contaba con mínimos estándares para trabajar en buenas condiciones.

Durante todo el tiempo que duró la investigación en el laboratorio, Waksman se mantuvo alejado de su discípulo. No bajó ni una vez a supervisar cómo iba el trabajo que Schatz desarrollaba en el sótano. Ese laboratorio de condiciones precarias se convirtió prácticamente en su hogar: para trabajar la mayor cantidad de horas posibles, el joven dormía apenas algunas horas sobre un banco de madera allí mismo.

Además, como cobraba un estipendio mensual de apenas 40 dólares, comía frutas, verduras y lácteos que sacaba a escondidas de distintos departamentos de la universidad. En esas condiciones, nunca perdía de vista su objetivo: encontrar el antibiótico que combatiera la tuberculosis.

La vacuna BCG combate las formas más graves de la tuberculosis y es obligatoria en el calendario sanitario argentino. (www.bbc.com)

El 19 de octubre de 1943, Schatz llevaba a cabo el que se convertiría en su célebre “Experimento 11″. Durante ese proceso, logró aislar el nuevo antibiótico: la estreptomicina. La droga lograba inhibir el crecimiento de la bacteria que desencadenaba la infección por tuberculosis.

La primera producción de estreptomicina que Schatz encontró eficaz fue la base para experimentar con animales y para hacer pruebas de toxicidad en distintas clínicas de los Estados Unidos. La necesidad de lograr lo antes posible un desarrollo contra la tuberculosis puso a todos a trabajar lo más rápido posible.

Cuando la estreptomicina logró demostrar su eficacia a través de varias pruebas que Schatz llevó a cabo en el laboratorio, Waksman dio las primeras señales de verdadero interés por el trabajo de su discípulo. Ese trabajo del que iba a apropiarse sin miramientos. En ese momento, el titular del Departamento de Microbiología de Rutgers se puso al frente de las negociaciones con distintos centros de salud para que se involucraran con la experimentación.

Además, sin perder tiempo, se contactó con distintos laboratorios para negociar el desarrollo y la comercialización de la droga que había desarrollado su discípulo. Fue Merck la empresa farmacéutica que llevó adelante ese objetivo después de que Waksman se acercara a distintas firmas.

Schatz seguía dedicando su vida a mejorar cada vez más la aplicación del antibiótico que curaba la tuberculosis, y mientras eso ocurría, Waksman viajaba por el mundo para dar conferencias sobre su supuesto nuevo descubrimiento.

Waksman era una eminencia global en Microbiología. Traicionó a Schatz y ni siquiera lo mencionó en el discurso de aceptación del Nobel de Medicina

En varias publicaciones científicas, Schatz figuraba como coautor del hallazgo, algo que era atípico por tratarse de un joven estudiante de posgrado y que, por otro lado, resultaba poco ya que en realidad ese joven estudiante de posgrado había llevado adelante todo el trabajo por las suyas. Waksman, en cada presentación pública y en cada entrevista, generaba toda la confusión posible respecto de qué rol había tenido su discípulo en el desarrollo.

La mismísima Universidad de Rutgers, a través de su área de Relaciones Públicas, se ocupó de profundizar la versión de que Waksman había estado al frente del trabajo. Tanto el experto en Microbiología como la institución educativa negaban deliberadamente el crédito que le correspondía a Schatz, que jamás fue incluido en ninguna gira ni en entrevistas. Su mentor, incluso, llegó a responder que no le daba más crédito a Schatz para que, a su corta edad, ese reconocimiento “no se le subiera a la cabeza”.

Regalías clandestinas y un Nobel injusto

El “ninguneo” permanente al trabajo que había hecho y que seguía haciendo Schatz cruzó todos los límites cuando el joven científico descubrió que Waksman estaba cobrando regalías por la patente del antibiótico descubierto. Los dos investigadores se habían comprometido en 1946 a ceder las regalías patente de cualquier hallazgo a la Fundación de Dotación e Investigación de la Universidad de Rutgers. Sólo recibirían, cada uno, un dólar como compensación meramente simbólica.

Pero Waksman tenía un acuerdo previo que había logrado mantener en secreto: recibía el 20% de las regalías de la droga desarrollada por Schatz. Hacia 1949, ese ingreso le había valido a Waksman un ingreso de alrededor de 350.000 dólares.

Schatz se sintió del todo traicionado, y decidió iniciar una demanda contra su supuesto mentor y también contra la universidad, que había sido parte del acuerdo oculto por las regalías en favor del afamado microbiólogo de origen ruso.

La tuberculosis produce síntomas respiratorios. (AP Foto/Mahesh Kumar A., Archivo)

Durante el litigio se supo que Waksman recibía, además, 300 dólares mensuales de parte de una farmacéutica a la que brindaba información sobre los desarrollos en su laboratorio. Rutgers, que quería evitar un escándalo de grandes proporciones, instó a ambos científicos a que llegaran a un acuerdo lo más rápido posible y por la vía extrajudicial.

En diciembre de 1950, finalmente Waksman reconoció a Albert Schatz como “codescubridor, junto con el Dr. Selman A. Waksman, de la estreptomicina”. En ese momento, el joven investigador recibió 120.000 dólares por el cobro de patentes extranjeras -de esa suma, su abogado se llevó 48.000 dólares- y el 3% de las regalías futuras.

Sin embargo, ese arreglo no torcería el destino que se había empezado a trazar cuando Waksman se apropió del descubrimiento del científico al que formaba. Schatz había sido calificado como “agresivo”, “litigioso” y también como “el atacante de una eminencia”. A pesar de que el traicionado había sido él, la comunidad científica le cerró las puertas: más de 50 instituciones estadounidenses lo rechazaron como investigador.

En 1952 llegó el tiro de gracia. Waksman recibió el Nobel de Medicina, específicamente por el descubrimiento de la estreptomicina que permitía tratar con eficacia la “Plaga Blanca”. Ninguno de los reclamos de Schatz fueron escuchados por el comité encargado de elegir al ganador del prestigioso premio. Waksman, por su parte, no nombró ninguna vez a su discípulo en el discurso con el que aceptó y agradeció el Nobel. Parecía que Schatz y la estreptomicina no tenían nada que ver.

Como Schatz no conseguía ningún lugar en el que seguir desarrollando su carrera dentro de su país, en los sesenta se vio obligado a emigrar. Se instaló en Chile, donde trabajó como profesor universitario mientras esperaba que la historia de su hallazgo cobrara verdadera notoriedad.

La reivindicación tan esperada

Recién en los años noventa empezó a salir a la luz el verdadero crédito que Schatz merecía. En 1991, el microbiólogo británico Milton Wainwright publicó una detallada investigación que daba cuenta de la injusticia cometida casi medio siglo atrás. Dos años después, el mismísimo Schatz contó su versión de los hechos en La verdadera historia del descubrimiento de la estreptomicina.

Schatz fue debidamente reconocido por su logro recién medio siglo después de haberlo conseguido

En 1994, en el contexto de las celebraciones por los cincuenta años del descubrimiento de la droga, la Universidad de Rutgers otorgó a Schatz la medalla con el nombre de esa institución, su más alta distinción. El científico tenía 74 años y ese gesto fue una reivindicación tardía, pero una reivindicación al fin.

El periodista Peter Pringle fue quien terminó de poner las cosas en su lugar. Indagó en los archivos de la biblioteca de Rutgers y encontró los diarios de investigación de Schatz, que permanecían guardados entre los documentos de Waksman. El famoso “Experimento 11″, ese que implicó el hallazgo de la estreptomicina, estaba minuciosamente descripto por su verdadero autor.

Con toda esa información, Pringle publicó Experiment eleven, el libro que narra cómo el trabajo revolucionario de Schatz fue silenciado en favor de Waksman, que hasta obtuvo el Nobel gracias al trabajo de su discípulo. Toda esa injusticia está descripta en el trabajo del periodista.

Esa publicación terminó de esclarecer la historia de la cura de la tuberculosis, y ya no quedaron dudas sobre la falta total de ética que había implicado que Waksman ni siquiera mencionara a Schatz en su discurso de aceptación del Nobel. Es que, incluso si el premio le había sido otorgado por ser el titular de ese laboratorio, la omisión deliberada del verdadero investigador resultaba completamente inaceptable.

La investigación

Después de la publicación de Experiment elevent, Schatz dedicó los últimos años de su vida a dar detalles sobre la verdadera historia de su hallazgo. Murió en 2005, con la tranquilidad de que su trabajo había sido finalmente reconocido.

Al descubrir la estreptomicina, que no sólo se usó contra la tuberculosis sino también contra el cólera, la peste bubónica y la fiebre tifoidea, Schatz había revolucionado el escenario sanitario. Sin embargo, no tardaron en aparecer severas críticas por graves efectos colaterales: el más extendido fue la pérdida severa de audición, llegando en los casos más extremos a la sordera.

Por la cantidad de chicos que perdieron la audición, se llegó a llamar “Droga Maldita” al descubrimiento de Schatz. Sin embargo, ese hallazgo fue el punto de partida para desarrollar alternativas cada vez más afinadas en el tratamiento de la tuberculosis, la enfermedad más fatal de aquellos años.

El joven que se había conmovido delante de los soldados que morían por infecciones incurables tuvo que esperar cincuenta años para que su nombre estuviera donde merecía estar. Lo habían traicionado su maestro y la universidad en la que investigaba. Le habían cerrado las puertas sus colegas científicos. Pero nadie podía quitarle su descubrimiento, que ayudó a salvar millones de vidas en todo el mundo.