Los restos del Hércules, mientras era consumido por las llamas (Fuerza Aérea Argentina)

El miércoles 27 de agosto de 1975 pasó de todo. El gobierno nombraba al general Jorge Rafael Videla comandante en jefe y se hablaba de la creación de una suerte de Secretaría de Seguridad que involucrase a todas las armas en la lucha contra el terrorismo.

Esa tarde los montoneros recordaron, con algunos días de retraso, el aniversario de los fusilamientos de Trelew, ocurridos en 1972, y el renunciamiento de Eva Perón, de 1951. Lo hicieron a su modo: el bar La Biela y la confitería Colony fueron atacados con bombas molotov, tampoco se salvaron el diario La Nación y diversas concesionarias de automóviles.

A la tarde, en Tucumán, el personal de gendarmería allí destacado que participaba del Operativo Independencia en Tafí del Valle, El Mallar y Amaicha del Valle, recibía la orden de preparar el equipo y los bártulos, ya que al día siguiente se volvían a sus cuarteles en San Juan. Eran 114 hombres pertenecientes a la Agrupación San Juan X, Escuadrón 25 Jachal y Escuadrón 26 Barreal.

La noticia causó un fuerte impacto en San Juan, donde se atendieron a muchos de los heridos (Gendarmería)

Los gendarmes recibieron la noticia con la mayor alegría, ya que hacía casi dos meses que se ausentaban de sus hogares.

Al día siguiente al mediodía, estaban en el aeropuerto Teniente Benjamín Matienzo. Vieron cómo un Hércules C 130 TC 62 que a las nueve de la mañana había despegado de El Palomar llevando a 85 efectivos de la Policía Federal, aterrizaba a las 11:56 y enseguida cargó combustible.

Abordaron la nave y acomodaron el equipaje, el armamento y las cajas de municiones en la cola del avión. Esa máquina los llevaría a San Juan, luego haría una escala en La Rioja y regresaría a Buenos Aires. El piloto era el vicecomodoro Héctor Cocito.

A las 12:50 comenzó la maniobra de despegue. Lentamente, el Hércules se dirigió hacia la cabecera de la pista. En el medio, los esperaba una trampa mortal.

El incendio provocó que la munición que se llevaba también detonara (Wikipedia)

Montoneros se había percatado, meses antes, de la existencia de un desagüe que cruzaba la pista. En los lindes del aeropuerto, había un caminito natural por el que transitaban los vecinos, y que ese sendero en algún momento cruzaba una acequia. A unos veinte metros, estaba la entrada a ese desagüe de 1,20 de alto por 1,70 de ancho.

Según ellos mismos relataron en sus publicaciones, ingresaron once veces. Al ver un tabique de ladrillos en un punto del trayecto del caño, se dieron cuenta de que era parte de la estructura de soporte de la pista.

Con explosivos de bajo poder se abrió un boquete en esa pared de ladrillos, cuyas detonaciones se disimularon con el sonido de los aviones. Entonces se colocó la carga explosiva que tenía la forma de cono invertido: en la punta una semiesfera de cinco kilos de TNT, una capa de 155 kilos de diversos explosivos, como dietamón y amonita. Todo se envolvió en bolsas de nylon, untadas con grasa de litio para evitar que pasase la humedad. En la carga se colocó una roseta de cinco puntas, y cada una de las puntas tenía cuatro cápsulas detonantes.

Se accionaría mediante electricidad, a través de un cable impermeable. La punta se la dejó colgada en la entrada. El boquete abierto se lo tapó con ladrillos y colocaron dos carteles que decían: “Peligro – Alta tensión – Agua y Energía”.

Todo lo habían chequeado antes. Los detonadores se probaron en una ruta abandonada, colocando los explosivos dentro de una bolsa de harina para calcular distancias. Frente a la boca de tormenta había una casa y al lado, un baldío que tenía un foso, en el barrio de emergencia San Cayetano. Ahí se situaría el que accionaría la carga explosiva.

Para que el atentado fuese efectivo, se elegiría un avión que estuviera despegando, porque en plena aceleración no tendrían margen para frenar cuando el piloto viera la explosión. La operación se la denominó “Carlos Gardel”.

Ese jueves 28 a las 13:07 el Hércules comenzó el carreteo y alcanzó la velocidad de 200 km/h para elevarse. A unos 800 metros, el piloto vio cómo, a unos 100 metros, a dos segundos de distancia de tiempo, la pista se levantaba, formando un hongo negro de piedra, asfalto y tierra, en medio de una columna de un denso humo negro.

El piloto decidió darle plena potencia a los motores con la intención de elevarse lo máximo posible, pero entre los 8 y 12 metros fue alcanzado por la onda expansiva del potentísimo explosivo, a 1100 metros de la cabecera norte y a 1000 de la sur.

Adentro de la máquina, los gendarmes escuchaban sobre el fuselaje los golpes provocados por las piedras y el parabrisas se rompió en pedazos, hiriendo en el rostro al piloto.

Los que fallecieron: tres en el atentado en sí; Cuello, asfixiado cuando rescataba a compañeros atrapados, mientras que Riveros y Yáñez horas después en el hospital (Gendarmería)

Creyeron que el avión había estallado. Otros sintieron como un fuerte tirón. Pero nadie sabía a ciencia cierta lo que había ocurrido. Se había perdido parte del ala derecha, el timón de dirección, el alerón, un motor derecho y el tanque externo izquierdo, que se prendió fuego.

La nave se inclinó hacia la derecha y los hombres cayeron unos sobre otros por la violencia de la maniobra. El avión se desplomó sobre la pista, recorrió 180 metros, salió por la banquina derecha y a los 400 metros se detuvo. “Estamos vivos”, se escuchó que alguien dijo.

Quedó recostado treinta metros fuera de la pista mirando al norte. Adentro, el aire era irrespirable por el humo y el intenso calor del principio de incendio que se había declarado.

A los ocupantes se les hizo difícil evacuar porque las puertas no abrían, y debieron hacerlo por un agujero en el costado izquierdo del fuselaje, detrás de la puerta de la tripulación. Otros se las arreglaron para salir por la escotilla de tripulantes y hubo quienes lo hicieron por boquetes que, desde el exterior, abrieron gendarmes y vecinos del lugar, que acudieron con palas y picos.

En un momento, algunos gendarmes se alarmaron al ver venir a vecinos corriendo hacia ello, y temieron que se tratase de un ataque.

Debían alejarse lo más rápido posible, porque por el incendio que se avivaba con el viento que entraba de la pista, se temía que se produjese una explosión. Por el humo, no se veía nada. A medida que saltaban al pavimento, debían sortear el fuego que había en la pista, provocado por los tanques de combustible.

A los heridos los tomaron de los brazos y prácticamente los arrojaban hacia fuera. A algunos hubo que liberarlos de las cajas de municiones, que los mantenían inmovilizados.

El gendarme Raúl Cuello, quien se había incorporado a la fuerza el 18 de diciembre de 1974, de tanto entrar al avión para rescatar a compañeros heridos, murió asfixiado.

De la máquina semicalcinada se escucharon las detonaciones de proyectiles que habían sido alcanzados por las llamas. En la pista quedó un cráter de doce metros de diámetro por dos de profundidad.

En total fallecieron seis gendarmes -cuatro en el atentado y dos más en el hospital: los sargentos primeros Riveros y Yáñez y los gendarmes Cuello, Godoy, Gómez y Luna. Hubo, por lo menos, 35 heridos.

Pasada la medianoche del 29, llegaron a San Juan en otro Hércules los gendarmes y los restos de los cuatro compañeros fallecidos. A los heridos se los derivó al Hospital Rawson y al Marcial Quiroga. A la tarde, en otro avión, arribaron más heridos.

Ese día, en la localidad sanjuanina de Jachal, fueron sepultados los restos de Cuello, Luna, Gómez y Godoy. Hubo duelo provincial, y cerraron las escuelas y los comercios. Yáñez y Riveros fallecerían horas después.

Aseguran que si hubiesen accionado la bomba un segundo más tarde, hubiese destruido al avión.

Un denominado “Comando Marcos Osatinsky” de Montoneros se adjudicó el hecho, que había ocurrido durante un gobierno democrático, en una escalada de violencia que parecía no tener fin.